A comienzos del siglo XX la clase obrera peruana inició la lucha por las ocho horas de trabajo, una reivindicación que buscaba poner fin al régimen de servidumbre que los patrones imponían en los centros de labores del campo y la ciudad, en los que la ausencia de derechos era la norma. Esa batalla histórica es la que recoge el libro “Las ocho horas. Edición del centenario”, que el maestro César Lévano nos presenta en esta oportunidad.
El texto rememora la lucha librada por el proletariado de los puertos, ferrocarriles, textilerías, panaderías, metalúrgicas, entre otros centros de producción, por alcanzar la jornada de ocho horas, impulsada por el objetivo de acabar con un régimen opresivo y de usufructuar el tiempo libre en mejorar su calidad de vida, desarrollar actividades sociales y culturales y asumir responsabilidades en la escena pública.
El libro da cuenta de las revueltas de las organizaciones obreras, alentadas por grupos anarcosindicalistas, que abrieron un nuevo curso en la vida política nacional, dominada hasta entonces por los partidos oligárquicos sobre los que pendía el baldón de la ominosa derrota ante Chile, de la que eran responsables por su acción o inacción.
Era una clase obrera surgida en los centros de producción extractivo-exportadores, promovidos por las inversiones del capital inglés y luego norteamericano, que se entroncaron en los sectores mineros, petroleros, azucareros, algodoneros y textiles. Una penetración que era consecuencia de la falta de visión industrial y manufacturera de la oligarquía criolla.
El carácter sobreexplotador de las clases dirigentes obligó al proletariado y al conjunto de los trabajadores a organizarse en gremios para alcanzar la gran reivindicación de las ocho horas. Lévano nos recuerda que, desde los actos de conmemoración del Primero de Mayo, iniciados en 1905 con una romería a la tumba del mártir portuario Florencio Aliaga, las luchas obreras fueron ascendiendo en fuerza y en reivindicaciones con el paso de los años.
En esa tarea se destacaron grupos anarcosindicalistas, bajo la dirección de destacados dirigentes como Manuel Caracciolo Lévano, líder de la Federación de Panaderos Estrella del Perú, que forjaron organizaciones con sello de clase para impedir que sus luchas sean direccionadas en favor de los patrones. Su principal reivindicación, su norte de lucha, era la conquista de las ocho horas.
No fue una tarea fácil como se conocerá leyendo el texto de César Lévano. Las escaramuzas en las calles y en los centros de producción fueron largas y prolongadas. La pugna contra las jornadas que se extendían hasta las 12 o 14 horas diarias abarcó el terreno doctrinario e ideológico. En ese esfuerzo, “La Protesta”, órgano de los gremios anarcosindicalistas, habría de jugar un rol de primera importancia.
Así se fue extendiendo el reclamo. El 10 y 11 de abril de 1911 se produjo el primer paro obrero en Lima y el Callao, en solidaridad con los trabajadores de Vitarte. El paro fue un éxito y arrancó a los patrones dos concesiones importantes: la supresión del turno de noche para los trabajadores de Vitarte y que no se aplicaran represalias contra los huelguistas.
Dos años después se realizaría el primer paro obrero por la jornada de ocho horas. «Comenzó con una huelga de los textiles de Vitarte, que, a iniciativa de los anarquistas, se transformó en paro general por las ocho horas», recuerda el periodista.
“La era de las huelgas” tituló la revista “Variedades” el 25 de enero de 1913 la información sobre el paro. Clemente Palma, director de la publicación, expresó en el número siguiente su asombro por que se reconociera «el curioso derecho de huelga, que no sabíamos que pudiera existir en un país bien organizado y menos en un país cuya organización está en pañales».
La acción obrera comenzó el 6 de enero. Luego se convirtió en paro general de Lima y el Callao. El 10 de enero, los estibadores arrancaron la conquista. Un decreto del presidente Billinghurst refrendó el triunfo de la acción obrera. Fue el primer triunfo de esa reivindicación en América Latina.
Desde esa fecha los obreros pujaron por el logro de la conquista, pero la represión y la falta de una fuerza articuladora impidieron el éxito. En 1918 las cosas cambiaron cuando se formó la Federación Obrera Local de Lima que agrupaba a panaderos, textiles, gráficos, ferrocarrileros, portuarios y otros, que acordaron priorizar la lucha por las ocho horas. La acción se inició a fines de diciembre con una paralización de los trabajadores textiles, a la que se sumaron diversas organizaciones obreras.
El gobierno suspendió las garantías y ordenó la represión, pero ya la lucha había alcanzado una extensión notable. El diario “El Tiempo”, en el que laboraba José Carlos Mariátegui, fue clausurado, pero la protesta no se detuvo. Los días 13, 14 y 15 de enero de 1919 se decretó el paro exigiendo la jornada de las ocho horas, a la acción se unieron la Federación de Artesanos, la Federación de Estudiantes del Perú y otras organizaciones que se aglutinaron en el Comité Central Ejecutivo del Paro General.
El presidente José Pardo acabó por ceder y emitió el decreto reconociendo la jornada de ocho horas el 15 de enero de 1919. Una propuesta de Víctor Raúl Haya de la Torre para acordar las nueve horas de labores había sido rechazada previamente por los obreros.
La obtención de esta histórica reivindicación marcó la culminación de un amplio movimiento de organización y lucha, en la que el proletariado se constituyó como una fuerza con conciencia y capacidad de dirección autónoma frente a las demás clases sociales. Y con su propia perspectiva histórica.