Bruno, pintor de brocha gorda, se enamoró de Claudia, su prometida, cuando cayó de una escalera mientras pintaba la fachada de una casa y fue llevado por sus compañeros a la farmacia donde ella atendía. Simpatizaron desde ese primer encuentro y, al sanar él de sus heridas, empezaron a salir como amigos. Paseaban por el jirón de La Unión, comían pollo a la brasa, entraban al cine, y a las dos semanas ya eran novios. Pese a que Claudia tenía tres años más que él, la relación marchaba sobre ruedas. Cuatro meses después, compartían un pequeño departamento, cuyo costo de alquiler lo compartía, y estaban a punto de casarse. Sin embargo, una decisión absurda, irracional, de Bruno, echó por la borda un futuro que pudo ser maravilloso.
Un viernes en la mañana, Claudia se enteró por una llamada a su celular de que su madre, quien vivía en Chincha, había enfermado de improviso. Preocupada, pidió permiso a los dueños de la farmacia para ir a verla. “Solo este fin de semana”, prometió. “El lunes estoy aquí sin falta”. Esa tarde, Bruno la acompañó a la terminal y la embarcó en un ómnibus de la empresa Civa. Al despedirse, ella le dijo en son de broma: “Pórtate bien”. Y él respondió: “Te voy a extrañar como no te imaginas”.
Claudia creía que de veras su novio la echaría de menos y realizó el viaje agobiada por cierto sentimiento de culpa. Bruno, sin embargo, había decidido aprovechar su ausencia y salir a divertirse. “Será mi despedida de soltero”, se dijo frotándose las manos. Hace mucho que no iba a bailar, porque a su prometida no le gustaban las fiestas. Así que el sábado por la noche, después del trabajo, se puso su mejor ropa, se perfumó bien rico y acudió al Melody, una discoteca del centro. Ya ahí dentro, entre la multitud alegre y las luces de colores, conoció a una chica de pelo cobrizo y minifalda. Mejor dicho, ella se le arrimó a él. Ella dijo llamarse Mayra y era habladora y risueña. Pasaron las siguientes horas bailando y bebiendo cerveza. En algún momento, él sintió vibrar su celular en el bolsillo y se metió al baño para responder. Era Claudia. Él, luego de preguntarle cómo estaba su mamá, le cuenteó que en ese momento veía una película de Netflix. “Acá solito en el apartamento y extrañándote, negrita”. Se despidieron, y cuando Bruno regresó al local donde la multitud bailaba, le pareció ver a Mayra hablando con un sujeto. Se encaminó hacia allí dispuesto a armarle bronca, a reclamar lo suyo, pero el sujeto se perdió antes entre la juventud eufórica. Pronto olvidó Bruno el asunto y continuó bailando y bebiendo cerveza con la muchacha. La noche avanzaba y llegó un momento en que todo se le hizo confuso. Sentía nauseas, veía borroso y le costaba tenerse en pie. Lo último que recordaba, eran las difusas formas de unas caras en el interior de un automóvil, manos ajenas que hurgaban sus bolsillos, visitas a cajeros automáticos.
Cuando despertó el domingo en la mañana, estaba tirado sobre el césped de un parque desconocido, en un barrio también desconocido, desnudo por completo. Los transeúntes pasaban mirándolo, otros se detenían a hacerle preguntas. Bruno aún tenía la sensación de que le daba vueltas la cabeza mientras caminaba en cueros por el parque. El dueño de una bodega le regaló un saco de arroz vacío y él, en su nebulosa, se lo colocó a modo de falda. En eso apareció un patrullero y bajaron dos policías. “Te han pepeado”, le dijeron los uniformados, riéndose con disimulo. Y lo subieron al patrullero para llevarlo a la comisaría. Bruno seguía aturdido, a tal punto de que ni siquiera atinó a ocultar su rostro cuando las cámaras de televisión lo enfocaron para transmitir en vivo su caso en el noticiero dominical. Quizá ni se dio cuenta.
En la casa de Chincha, Claudia y su madre, esta última ya repuesta de su mal, veían sin mucho interés el noticiero mientras desayunaban, cuando en la pantalla del televisor apareció Bruno envuelto en un costal y sentado en una silla dentro de una comisaría. “Este hombre ha sido pepeado por una misteriosa mujer que conoció en una discoteca”, anunciaba la voz del periodista. Claudia al principio no lo creyó, supuso que se trataba de otra persona, alguien que se parecía mucho a su novio, hasta que dijeron su nombre y apellidos. Entonces la que se puso mal fue ella. Le faltó aire, sintió que la vista se le nublaba. Su madre tuvo que correr a traerle un vaso de agua. Ya un poco calmada, lo llamó para pedirle explicaciones y manifestarle su decepción, pero el celular de su novio estaba apagado. Claro, si ahora lo tenía la pepera.
Una hora después, Claudia tomó el ómnibus de regreso a Lima. Supo por un pariente de Bruno que a este lo estaban atendiendo en el hospital Loayza. Así que fue directo para allá. Bruno yacía en una cama, tan avergonzado como arrepentido. “Perdóname”, le suplicó lloroso. Pero ella le zampó un sopapo en la mejilla, que sonó como un mortal disparo. “Que bueno que te conozco a tiempo”, le espetó. Y dándose media vuelta, salió apresurada de la habitación. Bruno quiso seguirla, pero tenía la aguja del suero clavada en la vena de su brazo derecho. Además, la enfermera ahí presente se lo impidió y a él solo le quedó llorar. Se sentía un completo idiota y lamentaba el maldito momento en que decidió echarse una canita al aire.