Con realismo inverosímil, Franz Kafka nos miente: él tenía «un animal curioso, mitad gatito y mitad cordero». Tal posesión es notable, pero también es una versión doméstica y sucinta del Minotauro, la Esfinge y las sirenas (primero, mujeres-aves; después, mujeres-peces). Más kafkiano que aquella simple cruza resulta cierto inquietante ser que huye del ojo ajeno. Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero lo registran con humor en su Manual de zoología fantástica en el capítulo «Fauna de los Estados Unidos».
Tal es el Hidebehind (el que se esconde detrás). «Por más vueltas que diera un hombre, siempre lo tenía detrás, y por esto nadie lo ha visto», juran Borges y Guerrero; pero añaden, con floja noticia, la gracia del invento: «Ha matado y devorado a muchos leñadores».
Lo atroz no esté tal vez en aquel Hamlet de la zoología, dubitante entre ser gato o cordero, sino en el otro ser, que nadie ve y que insinúa una angustia más obscuramente kafkiana: la meta inalcanzable; el espejismo tan burlón; la vida como un cúmulo de arena que no podemos coronar; el fracaso de un viajero, quien nunca llegará a su destino porque algo siempre lo retrasará. Cuando se descabalgaba del rimbombo de sus versos, el poeta José Santos Chocano acertaba con la lírica a la filosofía.
El siguiente fragmento del poema «¡Ahí, no más!» alude a un indígena que una y otra vez contesta al aedo cuando este le pregunta por la distancia que le falta para llegar a un punto (tal vez cuando llegue el poeta, el punto ya sea un punto muerto):
¡Oh, Raza fuerte en la tristeza,
perseverante en el afán,
que no conoces la fatiga
ni la extorsión del «más allá».
—Ahí, no más… —encuentras siempre
cuánto deseas encontrar;
y, así, se siente, en lo profundo
de ese desprecio con que das
sabia ironía a las distancias
una emoción de Eternidad…
El que no llega a la distancia, la distancia que no llega…: esto sí es una pesadilla, y no un gato acorderado. No hay centauros ni quimeras, pero estamos los humanos. En su libro El viaje a la felicidad, Eduardo Punset recuerda que todos los humanos somos mutantes. Nacemos con 300 cambios genéticos lesivos, que nos infligirán miopía, cáncer y otros males; pero también nacemos Mozart o san Francisco, en parte por nuestra dotación de genes.
Somos leves monstruos, y —según genetistas imaginativos— para engendrar esfinges solamente necesitaríamos una muy larga sucesión de casualidades en nuestros descendientes. Asombramos a la biología, y a ella le cuesta creer que aún no volemos con nuestras propias alas.