Muñeca redondísima de nieve negra e imposible, aun más imposible bajo el apasionado sol de Veracruz. Muñeca rebosante, de esferas sucesivas: primero, el cuerpo lleno como un mundo; luego, sobre la curvatura de ese orbe carnal, un círculo menor, la luna de una faz sonriente; y, en el centro de esa luna, la esfericidad antigua y yucateca de una nariz redonda trazada con el compás de la música, con el vaivén enroscado del aire que empieza a cantar Toña la Negra, madre primordial de los boleros. María Antonia del Carmen Peregrino Álvarez cantaba quietamente. Se instauraba en el escenario; solo sus brazos seguían los caminos de la música, y sus manos firmaban arabescos gitanos en el aire. Al cantar, su cuerpo-mundo soltaba astros redondos que ascendían: el danzón cubano, el bolero, la rumba sensual y el son jarocho. Los cuatro giraban entonces con la música de las esferas celestiales inventada por el loco de Pitágoras, repetida en el Timeo platónico y cantada sin orquesta por fray Luis de León:
«[la música] Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo de no perecedera
música, que es de todas la primera».
Toña nunca estudió música. ¿Ella?: ¿para qué? El Sol tampoco sabe astronomía. Cuando cantó la guiaron la lenta marea de su sangre y la humedad del viento cálido que le llegaba desde Cuba ―patria universal del ritmo― y que, con el soplo de los siglos, ha cavado la curva del golfo en el centro del cual ―como una perla de oro― relumbra la Villa Rica de la Vera Cruz. María Antonia nació allí el 16 de diciembre de 1912. Enfrente, otra vez, la música del mar azul y su espejo en el cielo.
Los padres de Toña tenían a mucha honra su pobreza (de todo hay en este mundo), pero le brindaron notables privilegios: algún marchito vestido de flores, una cartera ruinosa que pidió su mano como en terceras nupcias, y esa fina educación que convierte a los desamparados en estilistas de la humildad. ¡Bien por ellos! Nadie es tan agradecible como un pobre que aprende a guardar su sitio, aunque no sepa para quién (generalmente para otro pobre). Dotada, pues, de aquestas prendas morales y casi materiales, María Antonia Peregrino creció segura de que algún día poseería la Tierra. Esta sana fe confirma que ―ligeros de equipaje― a los desheredados cuesta menos subir el Sermón de la Montaña. Más tarde, Toña cantaría (Llevarás la marca, de Luis Marquetti):
«Yo comprendo
que en mi pobreza llevo a mi rival
porque tengo
un corazón de pueblo
que asesinas
a sabiendas [de] que haces mal».
La historia construye esquinas para que dos astros se encuentren. Así fue con Garcilaso y Boscán, con Oscar Wilde y André Gide; así también, la conjunción de Agustín Lara ―rey flaco como un cetro― con quien sería la mujer-voz, eterna y llena que él aguardaba: Toña la Negra. Las crónicas trabajan siempre en estorbarse, y datan aquí y allá el instante legendario de ese encuentro verdadero; no importa. Imaginemos que fue en 1930 y en la capital de México, adonde Toña había ido trocando hábilmente la pobreza provinciana por ese toque de distinción que da siempre la miseria en una gran ciudad.
Con las palomas secas de sus manos, Agustín Lara la ungió su cantante femenina; su segunda voz humana sería Pedro Vargas. Toña la Negra comenzó entonces a ascender la infinita escala de la música, primerísima entre sus iguales: aquella opulencia de mujeres que abrieron y cerraron un siglo de contraltos entregadas al bolero: Rebeca, Amparo Montes, Margarita Trejos, Elvira Ríos, la fascinante inflexión oscura de María Félix, la grandiosa Olga Guillot… De toda aquella asombrosa floración de intérpretes, solo la voz de Antonia Peregrino se desdobló en eco, y los boleros se le deslizaban como un chal. Nunca, ni en el más alegre de los sones, a Toña la Negra dejó de buscarla la penumbra de la pena. Su voz fue una trenza de luz y sombra, y una enorme casa iluminada, con un traspatio de melancolía. Se retrataba (Cancionera nací, de Roberto Cantoral):
«Soy alondra prisionera
en las redes del amor;
soy la eterna cancionera;
soy la novia del dolor».
María Antonia murió en aroma de perennidad en la ciudad de México el 19 de noviembre de 1982, tras una vida de decencia que historian en blanco las crónicas impertinentes. Agustín Lara, Pedro Vargas y Toña la Negra son el padre, el hijo y el espíritu santo del bolero. Laus illis: alabados sean por siempre. No importan ya los coros de ángeles y serafines, de tronos y dominaciones: en el cielo donde esté, Toña la Negra lleva la voz cantante.