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Este artículo es de hace 6 años

Al Bicentenario por la vida

A dos años del Bicentenario de la Independencia del Perú, consideramos un deber de todo peruano reflexionar profunda y descarnadamente sobre nuestro pasado remoto, reciente, y de lo que tenemos pendiente aún para hacer realidad la letra de nuestro sagrado Himno Nacional: "Somos libres, seámoslo siempre".
Antonio Castillo

Estudiando los primeros días de nuestra vida republicana, vemos que la historia registra, con estupor y vergüenza, la conspiración surgida desde las entrañas de la independencia, cuando el presidente conocido como el Marqués de Torre Tagle fue acusado de conspirar en favor de los españoles, por lo que tuvo que ser recluido en la Fortaleza del Real Felipe.

Al poco tiempo el país fue sumido en el caos y anarquía por la angurria de caudillos militares que representaban variopintos intereses de los terratenientes de la época. La consecuencia la padecimos en la Guerra con Chile que nos encontró desarmados y el erario público esquilmado, pese a la bonanza que en su momento deparó la opípara explotación del guano y el salitre.

La guerra con Chile

Por eso la heroica tripulación del Monitor Huáscar, al mando del glorioso y señero Miguel Grau, tuvo que partir al combate contra la numerosa y bien equipada flota chilena, sin abrigo, zapatos, y con solo una frugal reserva de frijoles. Si alguien duda de esta precaria situación, veamos las pinturas que se publican aún en los textos escolares de las batallas de Tarapacá, Arica, y San Juan en las cuales la tropa peruana viste de blanco porque los uniformes se los confeccionaron artesanalmente con tela de costales de harina, haciéndola presa fácil de las inmisericordes balas enemigas.

Con el agravante de la huida cobarde del presidente Mariano Ignacio Prado, y la entrega de Tacna, Arica y Tarapacá por parte de Miguel Iglesias, cuando la resistencia de Andrés A. Cáceres cobraba mayor auge y cundía la desesperación chilena.

Luego, más de la primera mitad del SXX fue una sucesión de gobiernos militares y civiles de origen oligárquico que vivieron del empréstito inglés y norteamericano, así como de la inversión y obra pública ejecutada entre concusiones y peculados. Solo a manera de ejemplo, véase la novela de Mario Vargas Llosa, Conversación en la Catedral, donde se recrea el entorno voluptuoso y el compadrazgo del latrocinio que campeaba durante el régimen de Odría.

Los años 80 y 90

Nuestra generación supérstite aún de los turbulentos años 80, ha conocido lo que es 2,000% de hiperinflación, la recesión, el desempleo y aguda escasez durante el primer gobierno de Alan García; y el demoledor shock de Fujimori con el cual la población pagó en el propio e inocente estómago el precio de la crisis que ella no había generado. Sabe lo que es sudar todo un día para ganar diez soles de la época, luego de un mes de buscar angustiosos "cachuelos", y al día siguiente ver que no servían ni para comprar un tarro de leche con el cual aplacar el hambre del niño que lloraba entre los brazos.

Mientras eso sucedía, el artífice de la crisis compraba casas en Bogotá, París y España, el de origen japonés aceitaba, a través de su asesor, a empresarios, periodistas, magistrados, generales, y cuanto hombre de poder desfilaba por la Salita de SIN para convertirlos en arlequines de su dominio dictatorial, y desvergonzado saqueo de las arcas públicas.  

Y cuando pensábamos que todo lo habíamos visto, nos enteramos que desde entonces  operaba en el Perú la transnacional del soborno, Odebrecht, que con su reguero de coimas y cual Midas de la degradación moderna, convertía en robo todo lo que tocaba. Toledo, Alan García (no podía faltar nuevamente), Humala, PPK, Villarán, Castañeda, y casi todos los que se rifaron el poder, seduciendo al electorado con la promesa del "Futuro diferente", o de "Honestidad para hacer la diferencia". 

Nuestros días

Casi doscientos años después tenemos cemento por doquier, y ya sabemos a qué precio. Tenemos centros comerciales en cada distrito, pero comemos chatarra y productos inorgánicos a diario; sobre saturado parque automotor, pero morimos cada día en las vías, ya sea hacinados en los buses, o contaminados de smog en los pulmones.  Es el desarrollo medido por el crecimiento del PBI, de la prosperidad de los inversionistas de la construcción, y de los grandes importadores de vehículos.

Pero no la calidad de vida traducida en empleo formal y digno, en educación pública de primer nivel, ni en salud preventiva y esmerada. Mucho menos en seguridad e integridad física. Estamos peor que en la época de la Colonia o del viejo Oeste, en que pululaban los asaltantes de caminos: no hay rincón libre de robos, extorsiones y secuestros al paso. En cualquier punto del país asola la delincuencia: en nuestras propias casas, barrios, centros de labores, parques, buses o restaurantes; y el que resiste ve extinguida su preciosa vida de un criminal e impune balazo.

Sin embargo, el drama de estos tiempos no es solo la seguridad, es también la angustia de preservar la ecología para nuestra supervivencia como especie. El tema minero no ha cambiado mucho desde la llegada de los españoles. Se sabe que desde la llegada de éstos se observó un incremento constante de los niveles de cromo, molibdeno, antimonio y plomo en la atmósfera, debido a la introducción de la amalgama de mercurio para la extracción a gran escala de la plata (El Comercio 02/11/15).

En estos días debemos recordar también que, en 300 años de vida colonial, se extrajeron millones de millones de toneladas de oro y plata de las entrañas de nuestros Andes, transformando la economía europea por el aumento del circulante, "lo que produjo, a su vez, el auge incontrolado del dinero y del capitalismo", como explicaba Raúl Porras Barrenechea; y a costa del exterminio de la población indígena en nuestras tierras.

Pues bien, han pasado 500 años desde entonces y nuestra sociedad continúa agobiada por el problema de la extracción depredadora y la contaminación minera, contra la cual luchan en los últimos tiempos las poblaciones del interior del país. En estos días le ha tocado al Sur con el proyecto Tía Maria.

Hasta los más acérrimos defensores del proyecto reconocen que las protestas de los agricultores de años anteriores impidieron que la empresa Southern Copper Corporation extrajera agua del río Tambo, y luego agua subterránea, con lo cual se logró salvar parte de este vital recurso hídrico, que, como sabemos, está en proceso de agotamiento mundial debido al calentamiento global que ya lo venimos sintiendo (mayor calor en verano y frio inusual en invierno). Sin embargo, pese al cambio que hizo la empresa para usar agua de mar desalinizada, subsisten los peligros que ocasiona el tajo La Tapada por estar ubicado a solo mil metros de un canal principal de agua, así como el de sus instalaciones de depósitos sulfurosos sobre ocho cuencas hidrográficas y que estarían tocando aguas subterráneas, con el gravísimo riesgo de drenajes de aguas ácidas sobre ellas. Los aguerridos agricultores del Valle del Tambo no solo defienden el agua, defienden sobre todo la vida, y ese es el desafío del futuro. 

Como vemos, en el Bicentenario que se aproxima, son más vigentes que nunca los admonitivos versos del inmortal César Vallejo, cuando decía: "¡Hay hermanos, muchísimo qué hacer…!" 

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Colaborador de EL PERFIL
Abogado y analista político. Exintegrante de la Procuraduría Anticorrupción del Perú y exasesor de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, entre otros cargos públicos.