El Premio Nobel ha violado los conceptos del liberalismo que enarboló, está en el laberinto de su discurso, hoy reñido con la realidad. Cuando se divorció del marxismo encontró auxilio filosófico en el libro La sociedad abierta y sus enemigos (1945) para fundamentar su postura liberal. Emuló a su autor casi en todo: Popper abandonó el marxismo y se fue a Inglaterra e hizo méritos para ser galardonado caballero por la reina Isabel II. Nuestro novelista hizo lo propio, despotricó y abandonó el marxismo, se fue a Europa, finalmente radica en España y es premiado con el título de marqués por el rey de España. Estudia la filosofía popperiana en busca de sustento epistémico para colocarse en el papel de la lumbrera del liberalismo, que finalmente lo ha llevado hasta el golpismo ramplón sorprendiendo a sus seguidores liberales que no se reponen del desconcierto, huérfanos de justificación razonable.
El novelista, ensayista, crítico literario y Premio Nobel ha sido víctima de su odio a la izquierda y el temor a los movimientos sociales en ascenso. En su momento cumbre encandiló lectores progresistas e inteligentes que leyeron y repitieron por décadas el falso problema planteado en una frase de su novela más importante Conversación en la catedral: “¿en qué momento se jodió el Perú?”.
Muchos creyeron que esta era una pregunta que merecía ser respondida en el plano de las ciencias sociales para encontrar respuestas a los problemas peruanos irresueltos. Desde luego que es una pregunta retórica e irrelevante para las ciencias sociales porque nace en el limbo de las palabras y ha llevado a debates infructíferos, como aquel que él mismo criticaba a Jean Braudrillard por “la demolición de lo existente y su sustitución por una verbosa irrealidad”. En suma, un atentado contra el principio de realidad. Un extravío ontológico le ha llevado a otro mayor: el descalabro epistemológico.
En cada época de la historia humana, los pensadores e intelectuales han formulado preguntas y conjeturas cuyas comunidades científicas intentan responder que, si lo consiguen, su sociedad y la humanidad da un salto adelante. Pero también existen juegos de palabras, como este caso, que carece de sustancia y fecundidad.
No es vano recordar el libro que el editor Carlos Milla Batres publicó con el título En qué momento se jodió el Perú (1990) que pese al peso académico de sus colaboradores ha sido olvidado. Hay, en cambio, preguntas y conjeturas de enorme calado como las que formularon Demócrito, Darwin o Schrödinger. Entonces, volviendo a nuestro modesto entorno, necesitamos volver la mirada y la entendedera a las cuestiones que planteó Augusto Salazar Bondy, Jorge Bravo Bresani, José Matos Mar, Alberto Escobar y otros, quienes hicieron el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) para estudiar los problemas peruanos. Sus reflexiones y preguntas aún tienen vigencia como aquellos respecto a la gran empresa y pequeña nación, la existencia de los dos perúes, el Perú transido entre Escila y Caribdis, el Perú plurilingüe, la fragilidad del Estado y la nación, etc., que son retos y desafíos para los estudiosos de hoy.
Los analistas evitan la epistemología de las ciencias sociales cuando elogian al ideólogo, al teórico, al político y al novelista. Son renuentes a ponerlo frente de su prédica de más de medio siglo y su crítica al “babelismo” del discurso político hundido entre la ilusión y la realidad. Cuando pontificaba que si el discurso político no se funde con la realidad misma deviene ambigua y mentirosa, es más, urgía la necesidad de “reformar de manera radical nuestras instituciones y nuestras costumbres”. “Sí, la alternativa liberal supone una revolución para este continente nuestro de las esperanzas siempre postergadas”.
En fin, como si fuera una ironía de la historia, el tocayo de Pedro Castillo ha caído víctima de su propio discurso. Escribió alguna vez que en Centroamérica se le dice pendejo al tonto a quien se le puede vender la plaza de armas y que, por esa magia del leguaje, en el Perú, se le dice pendejo al ministro manolarga que se llena los bolsillos con las arcas del Estado y no va preso. Describió con cierto gozo que al presidente Bustamante le bautizaron como el cojurídico, es decir, un idiota que se toma las leyes en serio. No sería tiempo perdido que, en vez de una autocrítica que no la hará, escriba lo que alguna vez quiso fervientemente: “Desde entonces he sentido la tentación de escribir, con el título de El diálogo del pendejo y el cojudo, una suerte de apólogo, a la manera de esos que escribían los filósofos del siglo de las luces”.