Ya era de madrugada y no podía conciliar el sueño. Recordaba a mi abuelo, y lloraba. Ese mismo día sería el entierro y yo necesitaba descansar, pero la imagen del cuerpo sin vida de mi abuelo sobre su cama no salía de mi cabeza. Pensaba en los momentos de alegría, el último viaje, su entusiasmo de cada mañana, sus consejos, sus abrazos, su triste agonía.
Todo había pasado muy rápido, tan solo hacía un mes él había caído enfermo porque se había agravado una fibrosis pulmonar que, poco a poco, lo fue consumiendo.
Apenas dormí dos horas aquella madrugada y desperté alrededor de las 4:30 de la mañana con el rostro apagado y deshecho por las lágrimas que fueron imposibles de contener.
A lo lejos escuché a mi tía y a mi abuelita que también se había despertado. Ellas hablaban de los planes de ese día: cómo sería el itinerario, que servirían a los amigos y familiares y otros detalles de la despedida.
Tuve ganas de salir de mi habitación, pero no lo hice. Escuchaba desde lejos el sonido del teléfono fijo y las contestaciones en medio de llantos, la llegada de los vecinos que se iban enterando de la muerte, los preparativos de las tazas de café y galletas.
Decidí salir a las 7 de la mañana. Encontré en la sala, al lado del ataúd, a unos cuantos familiares y conocidos que hablaban de mi abuelo. Minutos después, llegó mi tío desde Cajamarca. Él pretendía despedirse de su padre aún con vida, pero llegó tarde.
Muchos de mis tíos y hermanos de mi abuelo tampoco pudieron despedirlo, puesto que se encontraban fuera de Lima y la pandemia había elevado el costo de los pasajes e impuestos protocolos engorrosos. La familia estaba separada, justo en esos momentos donde debió ser el mayor consuelo.
Mi abuelo falleció un viernes 2 de julio del 2021, a las 10 de la mañana, en la soledad de su cuarto. La primera en encontrarlo sin vida fue mi abuela, que minutos después, en compañía de toda la familia, fue quien dirigió el primer rezo de despedida.
La mañana del sábado se agotaba en medio de la tristeza y la casa se iba llenando. Los arreglos florales aumentaban, las fuentes de comida pasaban por cada invitado, los llantos contenidos se sentían, más conocidos se enteraban y el sentimiento afloraba.
A las 11, llegó la banda, que un día antes me había encargado de buscar. Era música cajamarquina, de Chota, el pueblo de mi abuelo. En ese momento, en que la música empezó a sonar, caí en una realidad inexplicable, un baldazo de agua fría, resulta que todo esto era real.
Es difícil de asimilar y sé que muchos lo entenderán. Cuando se trata de un ser querido, no lo quieres aceptar, pasas por muchos sentimientos. Te invade la tristeza, la ira, la decepción, muchas veces, incluso, la culpa.
Mi abuelo estuvo en agonía durante un mes. Pero así se acaba la vida, en el momento más inesperado entras a ese oscuro túnel sin retorno. La muerte es ciega, sorda y muda, se encuentra ahí acechando para llevarse a los que queremos. Hay que disfrutar cada día, como si fuese el último, nunca se sabe que tan cerca aguarda la muerte y que tanto te dolerá no decirle a ese ser querido cuanto lo amas.
El duelo pesa y más cuando no le diste ese último abrazo en vida, cuando planeamos tantas cosas que no se cumplieron, cuando te quedaste con ganas de decirle un te quiero.