Brandon se llamaba y era un perro negro, chusco, flaco y de hocico puntiagudo. Le gustaba matar cuyes, y cuando se presentaba la oportunidad se introducía en el cuyero de doña Luz, su dueña, y ocasionaba masacres. No se comía a sus víctimas, solo las mataba. Doña Luz se enfurecía y lo castigaba duro con un palo, pero al animal no se le quitaba la mala maña. Primero le mató dieciséis cuyes en un ratito; luego, cuatro; y la última vez, once. Estos cuyes ella los estaba engordando para sacrificarlos y servir las presas fritas a sus familiares y amistades que la visitarían dentro de pocos días cuando cumpliese cuarenta y dos años, por eso su enojo fue enorme y una vez más recurrió al palo. «Ya no le pegues», le dijo don Enrique, su esposo, al ver al perro sangrando del hocico a causa de tanto palazo. Ella es natural de Bagua; y él, de Ica. Viven a las afueras de Reque, un pueblo cercano a Chiclayo. Quien también se enojó fue don Gilberto, hermano de doña Luz, aficionado como pocos al cuy frito, la cerveza y las mujeres. «Esta alimaña ya no se arregla», dijo haciéndole un lazo a una cuerda con el fin de ahorcar al can. Pero don Enrique lo disuadió, compadecido del animal que había criado desde cachorro. «Espera, cuñado, le dijo, mejor me lo voy a llevar lejos y lo voy a dejar abandonado».
Don Enrique trabaja en una empresa agraria que se dedica al cultivo de frutales para exportación. Su labor es regar las plantas. Se moviliza en una moto lineal. Así que cuando le tocó ir a cumplir su jornada, subió al perro en su moto y se lo llevó. Lo abandonó en el camino, cerca de un poblado llamado Cayanca donde quizá alguien lo adoptaría. Aceleró la moto para alejarse pronto del lugar. El animal no intentó seguirlo. Se quedó parado al borde de la carretera, como resignado a su suerte. «Lo hubieras dejado en el botadero de basura, le dijeron más tarde los vecinos, allí sobreviven perros sin dueño y gallinazos. Por sus mañas, es posible que al Brandon ningún nuevo dueño le dé buen trato». Don Enrique coincidió con sus ideas, se arrepentía de no haberlo pensado antes, pero la cosa ya estaba hecha. Luis, yerno de doña Luz, que de lunes a viernes va a dejar a sus hijos al colegio en su auto, llegó un día con la noticia de haber visto a Brandon deambulando por la ruta. «Ya está cerca, dijo deseoso de ver rabiar a su suegra, cualquier día se aparece acá». «Ay no, que ni se atreva, dijo doña Luz, enojadísima, esta vez sí lo mato a ese maldito».
Pero parece que ya alguien más ha condenado a muerte al pobre Brandon. Una tarde que don Enrique regresaba del trabajo manejando su moto, divisó en una pampita cercana a la carretera a un montón de gallinazos que devoraban un animal. Un mal presentimiento lo obligó a detenerse e ir a ver. Lo reconoció de inmediato: Brandon tenía el vientre abierto a picotazos, las moscas se confundían con su pelambre negra, y exhibía todos los dientes como si gruñera en silencio desde el más allá. A don Enrique los ojos se le humedecieron de tristeza. Pero ese día era el cumpleaños de su esposa y se le pasó la pena saboreando el cuy frito que le sirvieron en la cena y bebiendo cerveza con su cuñado Gilberto.