Durante quince años, mes a mes, Rufino había destinado una buena parte de su sueldo al ahorro, privándose de diversiones y de brindarle a su familia una vida desahogada. Vivía con su esposa y sus dos hijos pequeños en casa de su suegra, una vieja que lo tildaba de tacaño.
Rufino era silencioso, educado, y nunca le había sido infiel a Otilia. Apenas comía por ahorrar, pues quería llevar a su familia a una casa propia, lejos de la suegra. Cuando sus compañeros de trabajo le proponían ir a un bar, inventaba mil excusas. Con tal de no gastar en bus, hacía a pie el trayecto de la casa a la imprenta donde trabajaba. Él y Otilia usaban sus ropas hasta que ya no daban para más. Nunca celebraban sus cumpleaños ni los de sus hijos. A estos jamás les compró juguetes. En fin, evitaban todo gasto que no fuera de suma importancia. Otilia lo amaba, a pesar de todo, y compartía sus anhelos de tener una casa propia. Ella realizaba trabajos ocasionales de costura para ayudar en el sostenimiento familiar, cosa que enconaba más a su madre.
De hecho, una discusión con la suegra empujó a Rufino a apresurarse en adquirir la ansiada casa propia. La vieja prácticamente lo expectoró por negarse a colaborar en el pago del agua y la electricidad. Para entonces, él ya tenía una suma considerable en el banco y estimó que había llegado el momento de independizarse.
Después del trabajo, recorría la ciudad con Otilia averiguando precios de viviendas que estuviesen a la venta. Las inmobiliarias pedían sumas exorbitantes, pero en el periódico dieron con un aviso que revivió sus expectativas: una pareja estaba rematando su casa para costearse el viaje sin retorno a Estados Unidos.
La verdad es que no era ninguna maravilla la vivienda en cuestión. Además de levantarse en una barriada humilde, tenía gastado el piso de cemento, y los ladrillos pelados estaban carcomidos por el salitre en el límite inferior de las paredes. Sin embargo, podían mejorarla poco a poco. Entre regateos de un lado y negativas del otro, llegaron a un acuerdo.
Para que la propiedad pasara a ser de ellos, Rufino hubiese preferido transferirles el dinero de una cuenta (la suya) a otra, que era el modo más seguro. Pero los de la casa andaban en líos con los bancos, al parecer debido a deudas impagas, y no aceptaron otra forma de pago que no fuese en efectivo; eso sí, ante un notario. «Si no puede, déjelo, ya vendrán otros compradores», intentaron cortar el trato. Pero oportunidades como esa no se presentaban sino una vez a las quinientas, y Rufino tuvo que acceder.
Sacó, pues, sus ahorros del banco y abordó un taxi que aguardaba en la calle. Iba feliz en el asiento posterior del vehículo, sintiéndose ya dueño de la casa, cuando en el trayecto los interceptaron unos delincuentes en moto. Rufino le pidió al taxista que acelerase, pero este se asustó al ver las armas y más bien frenó. Rufino se abrazó al maletín del dinero, defendiéndolo aun a riesgo de perder la vida. Unos disparos lo ensordecieron y la vista se le nubló.
Despertó en el hospital. Por suerte, las balas no habían dañado sus órganos vitales. Ya no tenía dinero y la posibilidad de adquirir una casa se había esfumado. Estaba en cero. También al taxista le había caído una bala en un brazo, aunque nada grave. Rufino sospechaba de él, e incluso de la pareja que les iba a vender la casa. ¿No estarían coludidos con los delincuentes? Quizá, pero sin pruebas nada podía hacer. Había pecado de imprudente, cuando el sentido común aconsejaba no confiar en nadie y menos con dinero de por medio. Se arrepentía de la vida austera que había llevado todos esos años, ahorrando para que unos malditos asaltantes se llevaran su plata en un abrir y cerrar de ojos. Tantas privaciones no habían servido de nada.
Tres semanas después, Rufino se reincorporó al trabajo. Pero ya no era el mismo Rufino de antes. Continuó viviendo en casa de su suegra, aunque ahora la vieja lo respetaba porque él asumía los gastos buenamente. Llevaba a su familia de paseo con regular frecuencia, los domingos almorzaban en restaurantes e iban al cine. Algunas veces incluso acompañaba a sus colegas al bar. «La vida es una sola y hay que disfrutarla», decía. Se vestía mejor, engordó, y hasta se consiguió una amante. Si conocía a alguien obsesionado con el ahorro, lo disuadía contándole su historia. «Nadie sabe para quién ahorra», predicaba. «A mí Diosito me ha dado la oportunidad de reivindicarme». Se gastaba todo el sueldo, sin guardar ni un céntimo en previsión a cualquier eventualidad futura. Y se alegraba cada vez que su suegra enfermaba. Quería que la vieja se muriese pronto para que su mujer heredara la casa.