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Perro de Nueva York

Víctor Hurtado Oviedo Víctor Hurtado Oviedo
20 de Diciembre de 2020, 06:12 PM
El perfil miller
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Ya de niño me gustaba la música del recuerdo; el único inconveniente era que no me recordaba nada. Extraña condición esa, la de ser vanguardia del pasado. Quizá, en el fondo, uno nunca cambie: algunos son siempre conservadores, otros son siempre inconformes, y otros son las dos cosas, conservadores rectificados por el sentido de la justicia. Así, se crece oyendo que «el mundo está bien hecho», pero uno entra en sospechas y termina pensando que ese mundo giraría mejor si todos quisieran enseñar al que no sabe y ayudar al que no puede.

A los 18 años, mi lado doctor Jekyll iba para señor, con una corbata en el alma. Entonces ya había cursado la escuela primaria de los libros: había sido el quinto de los tres mosqueteros, pirata honrado en la Malasia, transeúnte por el centro de la Tierra, y gladiador apostólico y romano en Quo vadis?, novela compuesta por un señor polaco de apellido tan heracliteano que nadie puede escribir dos veces en la misma forma. De aquel camino de perfección me arrojó un accidente bibliográfico. Cierta tarde de 1968, un amigo me invitó a conocer a un sexagenario jubilado que gustaba de narrar aventuras libertinas de su juventud ante un auditorio de cuasipoetas, semibohemios, parahippies y plenivagos: me sumé. Entonces era yo prehistoriador; ahora soy posperiodista. El viejo era un Sócrates de entrecasa que, en el ágora nocturna de un salón frugal, pontificaba a lo pagano con voz oscurecida de tabaco negro; recordaba tras el humo:

―Cuando esa mujer me dijo «¡Adiós!», sus palabras sonaron peor que la Sonora
Santanera. Sus manos frecuentaban hondos vasos de licor broncíneo, y los cubos de hielo resonaban entonces como campanillas de oro que llamasen al ofertorio del güisqui. Pronto salió a andar por la conversación un libro aún vestido de una leyenda negra de censuras. El viejo me lo dio: tenía la generosidad de prestar libros para siempre. Aquel libro era una traducción mexicana de Trópico de Cáncer.

Libro terminal

Trópico de Cáncer, de Henry Valentine Miller (1891-1980), había sido publicado en 1934 en París por una editorial de habla inglesa, y fue prohibido de inmediato en la Gran Bretaña y los Estados Unidos. Solo casi treinta años más tarde, después de tumultuosos procesos judiciales, la impresión del libro se autorizó en aquellos países. Hay libros que son como banquetes que necesitan un momento y una temperatura para dar sazón y gozo. El libro de Miller requiere un instante preciso de la juventud: el que separa la inocencia de la infancia, de la verdad del mundo, aunque esta sea una verdad alucinante y dura. Debe leerse a Miller antes de los veinte años, cuando todo el cuerpo se inclina hacia el asombro. Después será algo tarde y habremos pasado caminando por donde debimos dar un salto.

Henry Miller llegó a París en 1930 a los cuarenta años, sin dinero, sin trabajo, sin amigos, ansiando ser el escritor de un solo libro ―del último libro en el mundo―, el que enterraría a todos los demás porque, después de su testimonio sangrante, ya nada habría que añadir. En verdad, Trópico de Cáncer es un libro que se narra a sí mismo porque es el estrepitoso relato de su propia creación. Es una cínica autobiografía de la realidad (la autobiografía es un género que ha producido estupendos libros de ficción).

Trópico de Cáncer se sale de lo común, y por el mal camino. En París, Miller se asocia a una pandilla de escritores holgazanes, artistas chiflados, chulos urgentes y mujeres fatales. Se engañan y se necesitan entre sí porque están hechos el uno para el otro, el uno contra el otro. Entregados al expresionismo de las malas palabras, forman un vitando tropel donde es imposible distinguir entre ellos porque todos son pícaros y flagelantes, dipsomáticos de carrera, mentirosos crónicos y falsos confesores que corrompen a las malas compañías.

Por hoteles de mugre y tisis, por parques donde duerme como un perro, Miller lleva los originales de su libro. Crecen devorando por la noche a los personajes a los que el autor ha dado el sablazo de unos francos en el día. No hay aquí modo de separar la vida de la obra, y este es el asalto que el neoyorquino vagabundo gana por knock out a los naturalistas del siglo XIX, tan complacidos en su retratismo de los bajos fondos. Aquellos escribían con guantes de goma para no tocar la podre, y sus libros huelen al formol puritano del patólogo. (Como a los falsos amores, a los naturalistas los mata la distancia.) En cambio, en Trópico de Cáncer, autor y libro son una moneda de una sola cara, y la garganta es el grito.

Trabajo capital

La fama de este libro se fija en su descaro sexual, en la ginecológica llaneza con la que trata los instintos primordiales de la reproducción. Sin embargo, no solamente lo acosan esos impulsos; en realidad, el hambre perpetua y la angustia de comer son las fuerzas volcánicas que agitan a Henry Miller en sus callejeos parisienses: «He fingido que ya había comido, pero habría podido arrancar el pollo al niño de las manos». Trópico de Cáncer surge completo en esa confesión salvaje, pero este libro no pudo ser hecho de otro modo.

André Gide afirmó que con buenas intenciones no se escriben buenas novelas; habría que añadir que con malas palabras también puede escribirse gran literatura. Henry Miller no corrompe. Ningún poeta obra el prodigio de cambiar la moral de los otros; a lo más, aviva la semilla previa de la ética o la infamia. Mis amigos que leyeron a Miller aún trabajan para vivir (nunca lograron ser hijos del dueño ni de la reina Isabel). En cambio, los grandes canallas, los levitadores del Fisco, ni siquiera saben que existe Trópico de Cáncer: están más ocupados cometiendo el pecado que leyendo sobre él. Llama la atención cómo algunos pueden desfalcar bancos y estafar electores con tan escasa cultura literaria.

Ahora, el estilo. Por dentro de las anécdotas grotescas, por debajo del vuelo de reflexiones alucinadas, fluye el río poderoso de un estilo trabajado hasta el extremo. Miller logra la cuadratura circular de una prosa que parece espontánea, desmadrada y líquida, pero que realmente es heredera de una batalla vital contra la sencillez y el lugar común. Henry Miller cuenta que reescribió esta obra varias veces. Entró a machete en la fronda de sus hojas y la redujo a la cuarta parte antes de dar el libro a la imprenta. Así, a la vuelta de la esquina de una línea puede uno encontrarse sorpresas como estas: «Por la rue de la Monnaine, el viento corría como una cabellera blanca encrespada»; «La gente que vive aquí está muerta; hace sillas en las que otra gente se sienta en sueños» (traducción de Carlos Manzano; Editorial Cátedra).

He releído Trópico de Cáncer treinta años después del primer encuentro ―reincidencia peligrosa porque algunos vuelven a sus fuentes para ahogarse en ellas―. El libro resistió el asalto de leer con mala fe. He lamentado, sí, su indiferencia casi animal por el sufrimiento de la gente y por la injusticia ya que el libro está roído por un nihilismo que no ha gozado de un instante de bravura: «Ya no debo lealtad a ningún país, ni tengo responsabilidades, ni odios, ni preocupaciones, ni prejuicios, ni pasión. No estoy a favor ni en contra. Soy neutral».

En un relato posterior, Miller se declararía «patriota del distrito 14» de Nueva York. Reedición golfa de Diógenes el Perro, el perro neoyorquino confunde la «ciudadanía del mundo» con la indiferencia universal. Como se sabe, el universo es bastante grande, pero no lo suficiente para que se esconda en él la injusticia que ocurre a un par de metros de nosotros. Esta es la moral distraída que no han condenado los moralistas-jueces de Henry Miller, obsesionados por el sexto mandamiento (cualquiera es culpable si uno sabe interrogar).

El libro se confunde en sus divagaciones «metafísicas», que nos dan páginas y páginas redondas ―o sea, sin pies ni cabeza―. En Trópico de Cáncer, las ideas se asocian, se repelen, se disparan en un big bang desquiciado que nos hunde en un magma primordial. El propósito de Miller tal vez haya sido hacernos girar en la tromba de un pensamiento anárquico que refleje las mismas correrías de los personajes. Sin embargo, el libro mantiene la energía y el humor de sal gruesa que hacen de Henry Miller una rama insólitamente yanqui de la picaresca española, y un nieto marrullero del Arcipreste de Hita, admirable, tonsurado y gozador. Después de todo, el viejo perro de Nueva York sigue escribiendo su grito de libertad.

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