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Este artículo es de hace 2 años

Cuyes en el bus

Las mujeres chillaban histéricas, escandalosas. Avergonzada, doña Hilda trataba de cazarlos desplazándose a gatas de aquí para allá, ignorando las protestas. Al cabo de un rato, solo consiguió recoger los cadáveres de sus cuyes pisoteados.
Ángel Portella

Un sábado en la mañana, doña Hilda llegó a Lima desde su natal Huancayo. El ómnibus la dejó en su terminal de 28 de Julio y tuvo que caminar hasta la avenida Manco Cápac para tomar un bus que lo llevara al distrito de Comas. Plata tenía y bien pudo haberse ido en taxi para mayor comodidad, ya que traía en una caja de cartón cinco cuyes grandes y gordos, aparte de su maletín con ropa, pero era medio tacaña la huancaína. Y como ya conocía un poco la ciudad de anteriores visitas, decidió no malgastar el dinero. Además, era una sesentona de cabello entrecano y sabía que alguien le cedería el asiento.

En plena hora punta, el bus en que se subió iba llenísimo. Los pasajeros que iban de pie en el pasillo se incomodaron y alguien grito: “¡Un asiento para la señora!”. Una muchacha con pinta de universitaria se levantó del asiento de mala gana y doña Hilda ocupó su lugar muy oronda y puso la caja en su regazo. Los cuyes que llevaba eran para festejarle el cumpleaños a su hijo mayor Sebas. Él era profesor y hacía mucho que vivía en Lima. Estaba casado y tenía dos hijos. A Sebas le gustaba la carne de cuy frita, era su comida preferida. Y estos animalitos ella los había criado especialmente para esta ocasión.

Ese día Sebas no trabajaba por ser sábado y además su cumpleaños. “Se alegrará al verme llegar”, pensaba doña Hilda. No le había avisado de su viaje, le caería de sorpresa. Sus otros hijos no pudieron acompañarla por cuestiones de trabajo y a esa hora ya estarían llamando por teléfono al cumpleañero para saludarlo. “No le vayan a chismear que estoy viajando”, les había advertido ella.

La caja se movía sobre sus piernas y de su interior salían chillidos que atraían las miradas de los pasajeros. Oyó que alguien decía: “Parecen ratas”. Doña Hilda cerró los ojos y se hizo la desentendida. Pero de pronto una frenada brusca del vehículo y la caja cayó al piso y se abrió con el impacto: los cuyes se dispersaron por debajo de los asientos y entre los pies de los pasajeros. Las mujeres chillaban histéricas, escandalosas. Avergonzada, doña Hilda trataba de cazarlos desplazándose a gatas de aquí para allá, ignorando las protestas. Al cabo de un rato, solo consiguió recoger los cadáveres de sus cuyes pisoteados.

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