En 1594, aquel que será el hombre del milenio en España, va por sendas de polvo y sed de su patria. Va de aldea en aldea, durante años, entregado al oficio de quitar muy legalmente ―en nombre de su rey― a los pobres campesinos sus cosechas para alimentar las locuras de la Armada «Invencible». Nuestro hombre del milenio va saqueando y sospechando, a sus cuarenta y siete años, que, al revés de la «pérfida Albión» ―a la cual le han enseñado a odiar y a la que no odia―, en la guerra de su propia vida, él ha perdido todas las batallas menos la primera (Lepanto es su Sol que se hunde en la mañana). Miguel de Cervantes va así como un galeote encadenado a la pobreza, pobre que quita al pobre para que se mate la gente.
El odiable esquilmador ata el caballo a la puerta de un mesón, bajo el sol diagonal de la tarde. Pide un vaso de vino y lo paga con una moneda que nunca es suya, pues la jauría de las deudas lo persigue desde que, siendo niño, sufrió ver que encarcelaron a su padre por no pagar a un prestamista. Le han dicho que el pobre va preso por no pagar lo que debe, pero Miguel sabe que el pobre va preso por no pagar lo que le deben. Ya no le importa que los curiosos le miren el brazo izquierdo seco y la mano inmóvil, pero a él le gustaría contarles dónde ocurrió aquello: «En la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes…».
¡Le agrada tanto oír a los demás!: al cura lugareño; al rústico cachigordo, crédulo de una fe increíble; al ventero socarrón, quien nada tiene que ocultar excepto su pasado… Todo lo escucha Miguel, todo lo graba porque es el idioma su música profunda; y, aunque los aldeanos lo ignoren, ellos, sus víctimas, son su gente, y se odia por ser el látigo de un poder que ha empezado a despreciar. Le gusta contar a los aldeanos acerca del esplendor de Italia; de la sangre con olor de acero de las batallas; de cinco años de cautiverio entre los moros; del curiosísimo tío de su esposa, hidalgo enjuto que se pasa los días de claro en claro, perdido entre libros de caballería… Habla, hombre consentido del humor, y los poblanos lo rodean porque mucho es el encanto de este hombre crudelizado hoy por la pobreza, quien pagará a los que lo oyen ―y a quienes lo lean― con una alquimia de humanidad que devuelve, en oro, el hambre, el olvido y las desdichas.
Miguel sonríe, pero siente que él ya es nada, pues nada hay más innecesario que un héroe a quien nadie necesita. Quiso ser dramaturgo, pero lo borró Lope de Vega. Lope es ya el autor felicísisimo que dio un golpe de gracia en la vieja comedia española ―la que Miguel tanto amaba― y dispersó en polvo los sueños de que sería él, Cervantes, el maestro del teatro de todas las Españas. El recaudador de especies casi cincuentón nunca había sentido tanto el hielo de la ancianidad como cuando supo que jamás se pondrían en escena sus tragedias, tan morales, ni sus comedias; pero es la hora de Lope de Vega, quien ignora lo que es arrojar años y años hacia el pozo de un trabajo que se odia. El Fénix de los Ingenios ejerce ya la primacía en las tablas del teatro, y la tercería en otras tablas, las de los lechos de sus amos.
En 1594, Miguel de Cervantes ignora que otra sombra se le alza: un prodigio de 14 años, Francisco de Quevedo y Villegas. Este chiquillo inesperado será odiador de judíos, árabes y negros; misógino prostibulario que diseminará hijos «naturales» y quien, a los 56 años ―obligado por damas de la Corte―, se casará con una mujer a la cual desprecia y a la que abandonará enseguida. Intransigente y endiosado, consejero de duques, desterrado por chismoso, encarcelado por conspirador, imperialista incendiado en la desesperación de tocar los pies de barro de su imperio, Quevedo será también un estoico intermitente y un pecador atormentado que echará de sí todo el barroco de una personalidad exasperada y nos dejará una obra cegadora donde el protagonista absoluto es nuestro idioma, tiranizado por una inteligencia suprema: ni un gramo de piedad en el hierro de su furia. ¡Quién pudiera sentir como Cervantes y escribir como Quevedo!
El héroe-sobra que se cree acabado, el maestro de la compasión, el señor del optimismo aun en la desgracia que ha sido y será toda su vida, se despide de los aldeanos y sale al campo de la Mancha. Monta en su cabalgadura con la dignidad de un caballero andante hacia la historia que lo espera, hacia la historia en la cual él nos espera.