El “buen salvaje” descubrió que, para ser feliz, no hace falta la electricidad. (Esta idea es un sensatez que aún no practican aquellas personas que cometen la redundancia de ser pobres pero honradas). Es cierto que el buen salvaje tampoco conoció la electricidad, de modo que —como diría Milton Friedman— no tuvo la oportunidad de elegir.
Ignoramos entonces qué hubiese preferido el buen salvaje; si congelarse en el descampado al calor de la filosofía, o prender la calefacción para hilar mejor los pensamientos.
Como el “niño salvaje”, el buen salvaje fue un mito celebrado por algunos disidentes del verdadero Iluminismo, cansados de su civilización y dados a inventar el spleen que luego aquejaría a los románticos.
Los partidarios de Rousseau postulaban que el bon savage habías existido en el tiempo ha, si bien, para no comprometerse, no aportaban fechas.
Los filósofos arcaizantes del siglo XVIII suponían también que aquellos nuestros remotísimos antepasados habían gozado de una existencia bucólica y alegre, seminudista y bronceada, comiendo gratis las peras del olmo (la felicidad no conoce imposibles).
Los seguidores de Rousseau creían que el buen salvaje había flirteado en hexámetros griegos con musas de hartas carnes y de huesos, quienes ya modelaban para Rubens y danzaban bajo los sicómoros o lo que fuere. Ellos, los entusiastas de Rousseau, y no los buenos salvajes, resultaron ser auténticos ingenuos.
Si le hubiesen contado esa bella historia de la Arcadia al Australopithecus, igual que Condorito, habría exigido una explicación.
El remoto pasado fue difícil, exigente, demoledor; y, más de una vez, la especie humana estuvo a punto de extinguirse. Nunca hubo buen salvaje, nunca hubo niño salvaje (los niños salvajes de verdad jamás aprenden a hablar). Lo que sí hubo —y a veces hay— es lo que el Inca Garcilaso de la Vega sintió de sí mismo por la caída del imperio de los Andes: “Memoria del bien perdido”.
No frecuentamos la felicidad, y entonces deseamos creer que nuestros padres y nuestras madres del viejo pasado sí fueron felices y que algo de su edén nos toca a nosotros: si no por genética, sí por justicia poética.